jueves, 17 de septiembre de 2009


A finales del siglo XIX el matrimonio formado por Alfonso Storni y Paulina Martignoni, ambos de nacionalidad suiza, se unió a la ola de inmigrantes europeos que por ese entonces emigraban a la Argentina en busca de un futuro prometedor. Se instalaron en la ciudad de San Juan y allí nacieron sus dos primeros hijos. Sin embargo, en 1890 decidieron regresar a su país natal y se asentaron en un pequeño pueblo llamado Sala Capriasca, ubicado en la Suiza italiana. Allí nació Alfonsina, el 29 de mayo de 1892. Cuatro años después, la familia decidió viajar de nuevo a San Juan donde residirá hasta 1900, año en que se trasladó a la ciudad de Rosario en busca de nuevas oportunidades.

Alfonsina creció en un ambiente de estrechez económica y por ello, cerca de los once años, tuvo que abandonar sus estudios y ayudar a su madre que trabajaba como modista para compensar la falta de recursos causada, en gran medida, por la inestabilidad laboral y emocional de Alfonso Storni. En 1906, cuando muere su padre, Alfonsina entra a trabajar como aprendiza en una fábrica de gorras. Más adelante comienza a trabajar en el teatro y llega a formar parte de la compañía del actor español José Tallaví. De esta forma, desde muy joven adquiere conciencia de que debe trabajar duro para ganarse el pan. Sin embargo, no la abandona su deseo de estudiar y en 1909 se matricula en la Escuela Normal Mixta de Maestros Rurales de Coronda, donde también ocupa el cargo de celadora. Al año siguiente obtiene el título de maestra rural e inicia sus prácticas en la ciudad de Rosario.

En esta época empieza a publicar sus primeros poemas en revistas locales pero muy pronto, cuando le faltan pocos meses para cumplir los veinte años, abandona Rosario y toma el tren rumbo a Buenos Aires: embarazada de un hombre casado y veinticuatro años mayor que ella, está decidida a empezar de nuevo en la capital argentina. Desde ese momento hasta su muerte, afrontará la vida como madre soltera pasando por alto los prejuicios morales de una sociedad hipócrita y estrecha.

Durante sus primeros años en Buenos Aires debe ajustar las exigencias domésticas y la crianza de su hijo a su incorporación al mundo literario; además trabaja, primero como cajera en una farmacia y en una tienda, y después como «corresponsal psicológico» en una empresa importadora de aceite de oliva. En 1916 aparece su primer libro, La inquietud del rosal; asimismo, consigue sus primeras colaboraciones literarias en Fray Mocho, Caras y Caretas, El Hogar, Mundo Argentino, que la ayudan a llegar a fin de mes y la estimulan intelectualmente. También establece amistad con reconocidos intelectuales de pensamiento socialista, como Manuel Ugarte y José Ingenieros, y empieza a recitar sus poemas en bibliotecas de barrio.

En 1919 se hace cargo de una sección fija en la revista La Nota y más tarde en el periódico La Nación, en las que escribe de las mujeres y del lugar que merecen en la sociedad: «Llegará un día en que las mujeres se atrevan a revelar su interior; este día la moral sufrirá un vuelco; las costumbres cambiarán» (en «Cositas sueltas»). A menudo se refiere, no sin ironía, a la actitud de las mujeres huecas; por ejemplo, en «Diario de una niña inútil» habla de las vidas tediosas y superficiales de las caza-novios. Asimismo, escribe sobre el derecho al voto femenino —que las leyes argentinas no aprobarán hasta el año 1946— y cuestiona las pesadas tradiciones que les impide a la mayoría de mujeres a elegir un camino más allá del matrimonio. De hecho, en sus artículos adopta un periodismo combativo y en más de una ocasión enfatiza que lo primero que se tiene que hacer para cambiar la situación de las mujeres es romper con los tópicos, los arquetipos, los lugares comunes que la sociedad patriarcal espera de ellas y para ello las insta a demostrar que son seres pensantes.

Estas ideas, en la década de los años veinte, y en Hispanoamérica, resultaban realmente innovadoras. De allí que las mujeres de su tiempo se dividieran ante su actitud libre y desprejuiciada: unas la admiraban y otras la consideraban peligrosa. Es posible que sus artículos lleguen a desencantar a sus lectoras del siglo XXI, pero no se puede prescindir de estos ya que muestran sus convicciones feministas, muchas veces planteadas en formas heterodoxas, humorísticas e irónicas: llega a afirmar que incluso aquellas mujeres que justifican su rechazo al feminismo ya están siendo feministas.

A lo largo de estos años, Alfonsina trabaja intensamente: publica poesía, dicta conferencias y se desempeña como profesora en escuelas públicas, primero en el colegio Marcos Paz y la Escuela de Niños Débiles del parque Chacabuco y, más adelante, en el Instituto de Teatro Infantil Labardén y la Escuela Normal de Lenguas vivas. A partir de 1926 dispondrá también de una cátedra en el conservatorio de Música y Declamación donde impartirá clases de Arte escénico, mientras que por las noches dará clases de castellano y aritmética en Escuela de Adultos Bolívar.

A mediados los años veinte sufre una crisis de agotamiento físico y emocional debido al exceso de trabajo. Se le recomienda descanso absoluto y así comienzan sus reposos anuales en Mar del Plata y Córdoba. Pero esos reposos duran poco: Alfonsina necesita de su trabajo para vivir y sacar adelante a su hijo. No obstante, a pesar de sus crisis nerviosas y, sobre todo, gracias a su empeño, a finales de la década de los años veinte Alfonsina ha logrado convertirse en una mujer profesional consolidada en el mundo intelectual de Buenos Aires, un mundo dominado por hombres. Por aquel tiempo asiste ya a las reuniones y comidas del grupo Anaconda, con Horacio Quiroga (con quien llegó a compartir una intensa relación), Enrique Amorim, Emilio Centurión, etc. También participa activamente en las tertulias artísticas lideradas por Benito Quinquela Martín en el café Tortoni y en las del grupo Signo, realizadas en el hotel Castelar. En estas últimas conoce a Ramón Gómez de la Serna y a Federico García Lorca; allí también suele divertirse cantando algún tango o jugando al truco con sus amigos.

La obra poética de Alfonsina es el mejor legado para intentar comprender su vida, marcada por la lucha cotidiana. Sin embargo, pasó por un largo proceso de aprendizaje poético para realmente fundir la voz de la mujer moderna que ella era, con la voz interna de sus poemas. Sus primeros cuatro poemarios (La inquietud del rosal, El dulce daño, Irremediablemente, Languidez), publicados entre 1916 y 1920, todavía imitan el estilo romántico-modernista, herencia de sus lecturas rubendarianas y de otros autores modernistas como Amado Nervo; en ellos se respira la fragancia del lenguaje preciosista (cisnes, oro, perlas, lunas). La mayoría de sus poemas de esta época se ajustan al llamado «poema de amor», formato plagado de clichés anticuados y excesivamente románticos que en ese entonces prevalecían en la escritura femenina, la de las llamadas «poetisas», la forma común con que se designaba a las mujeres poetas para diferenciarlas de «los poetas», y una manera de colocarlas en un subgénero literario. En esos años no era común que la mujer escribiera pero, si lo hacía, debía ajustarse a las formas tradicionales sin sobrepasar los límites que dividían al amor ingenuo del deseo puro; en otras palabras, debían esconderse bajo expresiones sentimentales que no resultaran peligrosas para el público asustadizo. Aunque Alfonsina en esta primera etapa escribió dentro de este estilo particular, es justo decir que estos primeros poemarios nacen, ante todo, de profundos temas humanos, de experiencias vividas; en definitiva, poemas sinceros y autobiográficos (en «La loba», por ejemplo, hace alusión directa a su supuesta maternidad ilícita). Así, más que en lo artificioso y literario, Alfonsina ahonda en el vértigo del mundo emocional a la par de lo cotidiano (como en «Sábado» o «Tempestad»). El resultado: poemas de tono íntimo y doméstico donde también sobresalen temas transgresores como el deseo femenino que le valieron los más duros comentarios por parte de la crítica tradicional, la doble moral a la que está sometida la virginidad de la mujer («Tú me quieres blanca»), la igualdad erótica entre los sexos y el derecho de independencia de ellas («Hombre pequeñito»), la posición subordinada y el legado de silencio heredado por las mujeres («Bien pudiera ser»). Y, por supuesto, su constante obsesión por la muerte («Oh muerte, yo te amo, pero te adoro vida... », nos dice en «Melancolía»).

Por lo tanto, a pesar que adoptó este formato tradicional, deformó sus contenidos ideológicos para dar cabida a un nuevo modelo de mujer, una que, sí, en ocasiones se sometía al hombre y le esperaba con regocijo de amante, pero que también libraba batallas, se autoabastecía de las cosas de la vida, deseaba pieles y olores, experiencias, y aceptaba derrotas para luego erguirse soberbia y altiva ante las vicisitudes. Las contradicciones evidentes en estos poemarios tuvieron que ver con aspectos biográficos: aunque para entonces ya era una mujer independiente, también anhelaba ser amada (sus relaciones amorosas siempre fueron malogradas); en pocas palabras, ansiaba ternura y aceptación. El hombre será, en este sentido, el amado enemigo, y la sociedad, una entidad que no alcanzará a comprender su diferencia. Por eso su rebeldía, su subversión, la expresará por medio de la burla y la risa ácida («¿Qué diría?»). Sin embargo, a veces su excesiva sensibilidad traicionará su fortaleza y sufrirá, como ya se ha dicho, recurrentes crisis nerviosas causadas también por el exceso de trabajo.

El giro de su estilo poético comenzará a identificarse en Ocre, publicado en 1925 —a sus treinta y tres años— donde se muestra más introspectiva; el sufrimiento identificado en estos versos es menos estridente y sus autorretratos, irónicos. Como telón de fondo, toma fuerza la forma en que percibe la libertad de su cuerpo en una cultura conservadora; en una trilogía se atreve a elaborar una teoría sexual: «La rueda», «La otra amiga», «Y agrega la tercera». Para entonces ha descubierto que la causa de sus dolores no es el hombre sino ella misma; sospecha que este sólo le dará amor efímero e incomprensión y ha aprendido a aceptar este impasse entre las relaciones, la tiene sin cuidado porque precisamente vive su mejor momento: ha sabido salir adelante sola con su hijo (con quien mantiene una estrecha relación), es miembro de los grupos literarios y colaboradora de las revistas y periódicos más prestigiosos, es reconocida en las calles por sus lectores, aparece en reportajes y entrevistas de páginas enteras, se gana la vida ejerciendo su profesión de maestra, tiene buenos amigos y se ha ganado un lugar indiscutible en el ambiente cultural bonaerense. Se siente rodeada de aceptación y cariño, aunque algunos críticos todavía insisten en tacharla de inmoral.

Pero las cosas comienzan a cambiar a finales de esa década: su primera obra de teatro, El amo del mundo, estrenada en 1927, fue duramente criticada debido, entre otras cosas, a la mala interpretación que se hizo de las ideas feministas expuestas en ella. A los tres días se suspendieron las presentaciones y los cronistas la despedazaron; uno de ellos escribió: «Alfonsina Storni denigra al hombre». Ella, dolida e indignada, se defenderá en un artículo titulado «Entretelones de un estreno». Por otro lado, desde algunos años atrás, Alfonsina también recibía la crítica de la nueva estética argentina, es decir, los ultraístas en torno a la revista Martín Fierro, liderados nada más y nada menos que por un joven y talentoso Jorge Luis Borges. El Ultraísmo, que abogaba por un lenguaje metafórico donde la imagen era la protagonista absoluta, no podía tener afinidad con el estilo de Alfonsina, más inclinado a la confesión, hijo de la resaca modernista. Los martinfierristas a menudo la tildaron de cursi y se burlaron de ella en su famosa sección «Parnaso satírico». Su fracaso teatral y los dardos de la nueva generación de escritores fueron sin duda tragos amargos para Alfonsina.

No volvió a publicar otro poemario hasta 1934, nueve años después de Ocre. En los últimos años se había interesado por autores más contemporáneos y en 1930 y 1932 realizó viajes a Europa que le permitieron conocer el trabajo de la Generación del 27. Pronto descubrió una nueva forma de escribir, una más acorde a sus vaivenes interiores de ese momento. Así encarnó una metamorfosis maravillosa y evolucionó de «poetisa» a «poeta»: al fin la mujer liberada y la autora, ahora libre de su estilo anterior, se mezclaron en una sola voz. Mundo de siete pozos fue toda una revelación: Alfonsina adoptó una forma más visual de representar las emociones: juegos de imágenes dentro de un mundo precario e inestable, donde los pozos —ojos, oídos, boca, fosas nasales— por los cuales llega a nuestro cerebro la percepción del mundo son cargados de violencia y tensión; la angustia metafísica se convierte en la espina dorsal de los poemas («Agrio está el mundo, / inmaduro, / detenido»), una angustia que llega hasta nosotros por medio de representaciones de mariposas ebrias y mejillas musgosas. En este poemario también son recurrentes los motivos de ciudad: las avenidas, el transporte público, claras alusiones a la modernidad.

Cuatro años después, y un mes antes de su muerte, publica Mascarilla y trébol, donde culmina la aventura vanguardista aunque en el fondo de un abismo: en este último libro la realidad aparece rodeada de imágenes oscuras, a veces grotescas. Y esto se comprende teniendo en cuenta el momento biográfico por el que pasaba su autora: en 1935 se le diagnosticó un cáncer de pecho y debió someterse a una operación quirúrgica en la que perdió su seno derecho. El hecho de tener que pasar por una mutilación física para seguir viva, la marcó profundamente. En los dos años siguientes a la operación, presiente la cercanía de la muerte ya que su salud empeora de manera irremediable. Por lo tanto, Mascarilla y trébol, escrito en estado casi de trance ante la certeza de morir, tiene un tono de reconciliada despedida. Pero al mismo tiempo la arrinconan el dolor físico y la desazón anímica. No ayuda para nada que su amigo Horacio Quiroga, la hija de este, Eglé (a quien Alfonsina profesaba un cariño especial), y su enemigo literario, Leopoldo Lugones, hayan decidido quitarse la vida; Quiroga en 1937, Eglé y Lugones unos meses antes que ella.

Alfonsina, por lo visto, consideraba que el suicidio era una elección concedida por el libre albedrío: en un poema dedicado a Quiroga expresa su admiración por la valiente decisión del escritor. De esta forma, en octubre de 1938, se marcha a Mar del Plata, supuestamente a descansar. Una noche, después de unas horas de intenso dolor, llama a la asistenta de la pensión donde se hospeda y le dicta una carta para su hijo. En la madrugada del 25 de octubre, Alfonsina, de cuarenta y seis años, bajo una lluvia torrencial, se arroja al mar desde un espigón dejando como testamento un poema, «Voy a dormir», y una carta de despedida a su hijo Alejandro.

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