domingo, 8 de noviembre de 2009

El Ocaso de los Valles, Javier Del Granado

A vos, que sois poeta de alto vuelo
como el cóndor andino,
y sentís reventar en vuestro pecho
un madrigal cuajado de rocío.

A vos, que sois amado de las Musas
y habéis sido elegido
para cantar al corazón de América,
como cantó Darío,
en la lira de perlas del Atlántico
y en el arpa sonora del Pacífico.

Os envío esta lírica paloma
que arrullaba mi huerto campesino,
en las tardes doradas del otoño
y en las claras mañanas del estío,
y ella os dirá lo mucho que os recuerda
vuestro sincero amigo,
que se quedó embrujado en las montañas
de su País nativo,
para ofrendar su canto a las estrellas
en florecer de trinos.

Ya que no puede hacerlo con la tierra,
pulsando su charango amanecido
en la ronda nocturna de las mozas
que enfloraron sus labios de suspiros;
porque el Valle se encuentra despojado
de canciones y nidos.

Esta ya no el la tierra en que el Bicorne
coronado de mirto,
consumaba sus nupcias pastoriles
en grutas de jacinto,
deshojando en sus manos sempiternas
los senos florecidos,
y exprimiendo la miel de sus panales
en suave caramillo.

Este ya no es el Valle en que los hombres
de corazón idílico,
usaban la guadaña de la luna
para segar el trigo,
engarzando en el oro de las mieses
el fulgor de topacios vespertinos.

Y vivían en rústicas cabañas
como patriarcas bíblicos,
rodeados de sus bueyes y carneros
de blancos vellocinos
que esquilaban en días consagrados
a estudiar el zodíaco,
observando con ojos avizores
los estelares signos;
el vuelo de los pájaros copleros
y el rumbo de las nubes y ventiscos,
que presagian los meses de bochorno
o las fieras tormentas de granizo;
la canción de las lluvias promisoras
y el bramar de los ríos,
que fecundan de limo los barbechos
o arrasan los bajíos.

Esta ya no es la tierra en que los hombres
adoraban a Dios en el rocío,
en el cántico azul del las estrellas
y en la gloria del astro peregrino.

Esa tierra de flor que por milagro
fue aquel jirón de cielo desprendido,
donde alzaron mis brazos con esfuerzo
los alares del techo campesino,
que cubrió bajo su ala protectora

las tibiezas de nido,
de ese alcázar de amor donde soñara
cobijar a los niños,
y pasar la vejez que se aproxima
con sus pasos vacíos.

Yo partía mi pan con los labriegos,
me sentía feliz de ser su amigo,
asistía a las faenas campesinas
que eran fiestas de sol y regocijo;
y jamas las mazorcas del granero,
las saquearon a tiros,
ni las parvas de oro en los alcores
abrasaron en llamas los bandidos.

Hoy se encuentran desiertos los poblachos,
las haciendas taladas a cuchillo;
y las viejas casonas solariegas,
entre ruinas, sepultan su prestigio.

La campana de plata del arroyo
y no canta en las aspas del molino;
ni en el huerto con arcos de arrayanes,
hay nevada de mirtos.

Los humildes labriegos de mi Valle
alistados en hordas de exterminio,
asolaron ciudades y villorrios,
sin piedad del vecino.

Y empuñaron el hacha centelleante
con salvaje alarido,
derribando al fulgor de los relámpagos
el bosque de eucaliptos,
que legara en mis años juveniles
como herencia a mis hijos,
sin soñar que mis sueños se esfumasen
en espiras de humo fugitivo.

El barroco Santuario de mi aldea,
de tallados retablos de oro obrizo,
que bendijo en los tiempos coloniales,
con rocío de trinos, San Isidro,
ya no escucha el cantar del campanario,
ni la tierna plegaria de los niños,
que nevaban la Pascua, de palomas,
y la azul Navidad, de villancicos.

Pues el hálito rojo de los bárbaros
apagó la alborada de los símbolos,
que irradiaron los dones del espíritu
en los brazos de luz del cristianismo.

Dulce bardo, los tiempos han cambiado,
y retumban tormentas de pedrisco
que envenenan el agua del regato
y el espíritu ingenuo de los indios.

¡Ay! de aquellos perversos que sembraron
el rencor entre blancos y nativos,
en orgía de trágicos degüellos
troncharán sus cabezas en los riscos.

En el pecho del hombre hay una cueva
donde duerme la fiera del instinto,
y maldita la voz que la despierte
¡devorará a sus hijos!

Pues la guerra civil será tremenda
entre indios, criollos y mestizos,
y en torrentes de sangre fratricida
se ahogarán nuestros lauros epinicios,
y ¡ay del pueblo! que escupa a las estrellas,
rodará en el abismo.

Noble poeta, estos brotes de barbarie
que ensangrientan la Palma y el Olivo,
¿quién pudiera borrarlos en la fuente
donde beben las almas el olvido?
¡y se elevan al cielo luminoso
en un halo de auroras y zafiros!
ensalzando en sus cánticos de gloria
el poder del espíritu divino.

Pues el alma, es átomo de lumbre
del fanal del espacio desprendido,
donde rueda la ronda de los astros
en el ruedo del cosmos infinito,
alumbrando la noche de los tiempos
y el dolor de los pueblos oprimidos.

Nubarrones de lágrimas y sangre
se encresparon por todos los caminos,
y galopa en la Rosa de los Vientos
el Monstruo Apocalíptico.

¡Ay! amigo, quedaos en las playas
plateadas de ese río,
que despliega su causa de horizontes
en soberbio abanico;
hasta que Dios se apiade de nosotros
y lo envíe al Ungido,
que rutile en la cruz de las estrellas,
sobre el Valle derruido,
enhebrando de amor la lid agraria,
con el alma en plegaria de rocío.

Y veréis florecer en alba de oro
el espíritu azul de un Nuevo Siglo.

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